El poder eclesiástico y el poder político ante el terrorismo de ETA
Autor: Jesús Maiso .
La modernidad vigente tiene poco de moderna porque los hombres de la modernidad no estamos en condiciones de resolver de forma dinámica y actual los problemas que el devenir de las historia nos presenta, ya que todo en ella tiende cada vez más a estar controlado por el poder eminente y centralizado, que pretende que el cambio social no altere la reproducción de su dominio debido a que su objetivo es únicamente conservar el poder y si es posible acrecentarlo.
Información adicional
Autor | |
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ISBN | 978-84-15128-20-5 |
Número de páginas | 448 |
Dimensiones | 15×21 |
Encuadernación | Rústica fresada con solapas |
Fecha de publicación | 2012 |
Editorial | Séneca |
Distribuidores | Distribuciones Dharana Press |
Formato |
18,00 €
Hay existencias
Descripción
La modernidad vigente tiene poco de moderna porque los hombres de la modernidad no estamos en condiciones de resolver de forma dinámica y actual los problemas que el devenir de las historia nos presenta, ya que todo en ella tiende cada vez más a estar controlado por el poder eminente y centralizado, que pretende que el cambio social no altere la reproducción de su dominio debido a que su objetivo es únicamente conservar el poder y si es posible acrecentarlo.
El fenómeno histórico, que dio lugar a esta modernidad tan poco moderna como la vigente, se conoce como el proceso confesionalizador que abarca desde 1555 a 1648. Antes de la confesionalización el cuerpo eclesial, todavía no suficientemente separado del cuerpo político, aportaba la situación concreta que debía reformarse de forma justa y actual. En la confesionalización las elites políticas y eclesiásticas centraron la reforma de la Iglesia y de la sociedad en la doctrina teológica correcta y de esta manera excluyeron a los cristianos, como imprescindible cuerpo eclesial, de la necesaria y continua reforma de la Iglesia y de la sociedad. Esta destrucción del cuerpo eclesial y político divide a las elites en confesiones enfrentadas entre sí. La solución se encontró en segmentar la población según las creencias de sus elites presididas por su respectivo príncipe. Así la sociedad moderna quedó uniformizada confesionalmente, la autonomía de las instituciones políticas inferiores desapareció y el dominio centralizado de los súbditos se hizo posible dando lugar al Estado territorial y a la Iglesia territorial.
Sin embargo, dos poderes eminentes que no se refieren a la situación social actual por la inexistencia del cuerpo político y eclesial no pueden convivir porque la sociedad se dividiría. El Estado territorial afirma su poder eminente o soberano imponiendo su ley por encima de todos los otros poderes, incluído el eclesiástico; y ese uso de la ley se extiende también a la ciencia, para convertirla en instrumento del dominio y de la explotación de la naturaleza. La Iglesia territorial católica que pretende ser independiente de todos los reyes y príncipes, ve la ley civil del Estado territorial sujeta al juicio de la doctrina católica, de modo que si la cree injusta no duda en criticar sin miramiento alguno el mero imperio de la ley; y combate también la ley de la ciencia porque permite a la ciencia y a la sociedad independezarse de su jucio moral y no tiene inconveniente en criticar las conclusiones científicas contrarias a sus enseñanzas.
En ambos casos sólo es posible un único poder eminente, mientras el otro poder tiende a perder toda relevancia.
En la Ilustración la modernidad se seculariza, sustituyendo el Estado territorial las doctrinas confesionales por un progresismo ilustrado de ideas seculares desconectadas de la tradición religiosa. El Estado territorial se convierte en un Estado territorial liberal al declararse neutral frente a todas las confesiones religiosas y frente a todas las ideas seculares. El Estado territorial liberal sigue siendo tan antilaico como el Estado confesional, porque no permite tampoco la acción nueva y libre de los presuntos ciudadanos. El parlamento democrático es la representación ideológica de la sociedad y, por tanto, no tiene nada que ver con el cuerpo político.
El Estado territorial democrático impone el mero imperio de la ley porque sin cuerpo político no se puede alcanzar una ley justa. No obstante, el mero imperio de la ley consigue poner fin a la guerra civil dentro de los estados.
Con la mera enseñanza moral de la Iglesia territorial, el poder eminente en España, no hemos podido ni podremos aprobar jamás una ley justa ni, en consecuencia, vernos libres de guerras civiles.
Sólo si la recuperación del cuerpo eclesial pone fin a la Iglesia territorial, lo que conllevará la emergencia del cuerpo político que pondrá fin al Estado territorial, alcanzaremos una ley justa que termina con la violencia y a la larga historia de verdugos y victimas.
Sin el imperio de la ley justa en España no será posible una cultura creativa y diversa de raíz cristiana, ni una única nación política española compartida por todos y realizada continuamente mediante la acción libre y renovada entre todos
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